
Micifuf, gato famoso, hacía tal estrago en las Ratas, que apenas se veía alguna que otra: la mayor parte estaba en la sepultura. Las pocas que quedaban vivas, no atreviéndose a salir de su escondrijo, pasaban mil apuros; y para aquellas desventuradas, Micifuf no era ya un gato, si no el mismísimo diablo.
Cierta noche que el enemigo tuvo la debilidad de ir a buscar una gata, con la cual se entretuvo en largo coloquio, las Ratas supervivientes celebraron consejo en un rincón, para tratar de los asuntos del día. La Rata decana, que era Rata de pro, dijo que cuanto antes había que poner a Micifuf un cascabel al cuello: así, cuando fuese de caza, le oirían venir y se meterían en la madriguera. No se le ocurría otro remedio. A todas les pareció excelente. No había más que una dificultad: ponerle el cascabel al gato. Decía la una: "Lo que es yo, no se lo pongo; no soy tonta. - Pues yo tampoco me atrevo", replicaba la otra. Y sin hacer nada, se disolvió la asamblea.
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