
Un reducido grupo de tortugas vivía enclaustrado en un pequeño cercado, rodeado de un hermoso jardín pletórico de vida y color, con un suelo polvoriento y reseco como habitáculo.
Sus pesadas conchas eran su gloria y su cruz: les servían de eficaz defensa a la vez que las cerraban a toda evolución. Miraban las cosas y la vida con ojos apagados y paleontológicos desde la noche de tiempos remotos. Sin embargo, vivían contentas con su suerte y se arrastraban lentamente sobre sus sólidas patas con el orgullo de quienes se saben depositarios de la verdad.
Cierto día un grupo de jóvenes pasó por el lugar. Al contemplar su forma de vestir y comportarse, la más vieja comentó moviendo su flácida papada:
-¡Hay que ver cómo está el mundo! Todo cambia tan rápidamente…
-Afortunadamente –añadió otra que tenía estudios- nosotras no hemos evolucionado prácticamente desde el Terciario. Permanecemos fieles a lo que siempre fuimos.
-Tienes razón –dijo una tercera- pero me pregunto si no seremos más que un recuerdo del ayer que no despierta ningún interés al hombre de hoy.
Permanecer anclado en el pasado puede ser tentador pero nos transforma en muertos vivientes. Solo los seres vivos cambian, evolucionan, se adaptan como nos enseña la biología.
(A. González Paz)
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