Un mundo de ILUSIONES

Este lugar es habitado por las niñas y los niños perdidos liderados por el héroe o quizás heroína, Peter Pan. La población de dicho país agrupa también a temibles piratas como el Capitán Garfio y salvajes indios. Otros tipos de seres como el hada, Campanilla y el Cocodrilo que se llevó la mano del Capitán Garfio habitan este lugar donde el tiempo no avanza y las aventuras predominan por cualquier rincón. De acuerdo con la leyenda, si alguien desea llegar a este lugar deberá de girar la segunda estrella a la derecha, volando hasta el amanecer.

martes, 5 de enero de 2010

La fortuna

El oro del pescador
Cada noche, el pescador bajaba hasta la playa para tirar sus redes y recoger con ellas los peces que servirían de alimento para él y su familia, así como para cambiarlos en el mercado por todo aquello que necesitaba. El había aprendido que, al salir el sol, los peces dejan de buscar sus almejas en la costa y tratan de regresar mar adentro, y por eso siempre colocaba sus redes antes de que los primeros rayos del astro rey alumbraran la playa en la que pescaba, “su” playa, como él la llamaba, la que se extendía ante la pequeña casita en la que vivía con su esposa y sus cinco hijos.
Esa madrugada, como todas, el pescador bajó muy de noche cargando las pesadas redes en el hombro. Apenas había conseguido tender por completo la primera red cuando el hombre se descalzó y entró en el agua para tenerlo todo listo antes del amanecer. No había terminado de adentrarse lo suficiente como para soltar las boyas cuando su pie golpeó contra algo muy duro en el fondo. El pescador tanteó primero con la planta de sus pies y luego con una de sus manos lo que se había llevado por delante. No podía estar seguro, pero al tacto parecían ser piedras envueltas en una bolsa de tela rústica.
El dolorido protagonista pensó:
-¿Quién habrá sido el idiota que tira estas cosas en la playa? –y se corrigió de inmediato en voz alta-; En mi playa.
Pensando que él era muy metódico, algo rutinario y bastante distraído, se dio cuenta de que, si no hacía algo, cada vez que entrara al mar se las llevaría por delante…
Así que dejó de tender su red, se agachó, agarró la bolsa con su pesado contenido, la sacó l agua y la dejó en la orilla. Era una noche muy oscura y, quizá por esa razón, cuando volvió, tropezó otra vez con las piedras, que ahora estaban en la playa.
-El idiota soy yo- pensó-. Si no me deshago ahora mismo de esta basura, voy a terminar con los pies hechos una ruina…
Fiel a su decisión, sacó su cuchillo y rasgó la bolsa, dejando salir unas cuantas piedras negruzcas, del tamaño de pequeñas naranjas, pesadas y redondeadas. Actuando instintivamente pero sin dejar de pensar “en el idiota que embolsa piedras para tirarlas al agua”, tomó una, la sopesó en sus manos y la arrojó al mar. Unos segundos después sintió el sordo ruido de la piedra que se hundía a lo lejos. ¡Plus! Y después de ésta, otra más… Y luego dos a la vez. ¡Plus-plup!
Una a una, fue tirando todas las piedras tratando de mandarlas cada vez más lejos, poniendo en ello toda su fuerza y su concentración… Hasta que, cuando quedaba una sola piedra, el sol empezó a salir.
El pescador, enojado al darse cuenta de que no había podido extender sus redes y había perdido la pesca de ese día, se preparó para tirar esa última piedra más lejos que las demás, pensando esta vez en la madre del que había tirado la bolsa al mar…
Sin embargo, justo en el momento en que estiraba al máximo el brazo hacia atrás para darle fuerza al lanzamiento, el sol despuntó y empezó a alumbrar. Fue en ese momento cuando el protagonista vio, por primera vez, que la piedra tenía un extraño brillo dorado y metálico. Sorprendido, el pescador detuvo el movimiento y la miró con atención. La piedra reflejaba cada rayo del sol en la ranura de moho que la recubría. El hombre la frotó contra su ropa, como si fuera una manzana, y la piedra brilló todavía más. Asombrado por lo que veía, empezó a limpiarla con esmero, frotándola con arena y lustrándola contra su pantalón y su camisa. La piedra no era simplemente una piedra, era un enorme pedazo de oro macizo, del tamaño de una naranja.
Y entonces se dio cuenta de algo que lo hizo temblar. Aquella “piedra” era seguramente igual a las otras veinte o más que había lanzado al mar. El pescador pensó:
-¡Qué tonto he sido! He tenido entre mis manos una bolsa llena de piedras de oro y las he ido tirando una a una, fascinado por el sonido entupido que hacían al entrar al agua y enojado con mi benefactor.
El pescador siguió lamentándose de su mala suerte y quejándose en voz cada vez más alta, hasta que, impotente, comenzó a llorar el dolor de las piedras perdidas. Había tenido la posibilidad de ser infinitamente rico y la había desperdiciado. Se sentía un desgraciado, un pobre tipo, un idiota…
Y el sol acabó de salir. Y en aquel momento, se dio cuenta de que tenía aún en su mano la última piedra. Por suerte, todavía le quedaba una piedra. El sol podría haber tardado un segundo más o él podría haber tirado alguna piedra un segundo más rápido… Y nunca se hubiera enterado del tesoro que ahora tenía entre las manos.
Se dio cuenta de que una sola piedra de oro era, por supuesto, un enorme tesoro, una fortuna enorme e impensable para un pescador como él. Miró al cielo y recordó, quien sabe por qué, aquella frase de la madre Teresa de Calcuta: “Todo lo que hice en mi vida es solamente una gota en el océano, pero me consuela pensar que si yo no lo hubiera hecho, al océano le faltaría mi gota”.
El pescador sonrió. Ahora sabía que, sin lugar a dudas, era toda una suerte tener todavía el oro que sostenía entre sus manos; pero también terminó de darse cuenta de que él ya tenía un tesoro cuando despertó aquella madrugada, mucho antes de encontrar una piedra.
Cargó sus redes al hombro y volvió a su casa más temprano que de costumbre para encontrarse con su esposa y sus hijos, sintiendo que, desde hacía mucho tiempo era enormemente afortunado…

De El mito de la Diosa Fortuna (Jorge Bucay)

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