
LA CÁMARA SECRETA
Al ser joven, apuesto, inteligente y bueno, Ayâz era el favorito del rey. Este último gustaba de su compañía. Buscaba sus consejos y tenía una confianza absoluta en él. Para sellar su amistad, colmó a Ayâz de tantas mercedes que, gracias a dicha generosidad, éste se encontró en posesión de una pequeña fortuna.
Evidentemente su posición no dejó de exacerbar el odio y los celos de los demás cortesanos que no soñaban sino con su caída y trataban por todos los medios de desacreditarle delante del rey. Como Ayàz se encerraba todos los días en una pequeña cámara, donde se quedaba un buen rato, los cortesanos pensaron en haber por fin, la prueba de su doblez. Se imaginaron que guardaba allí el fruto se su rapiñas. Se apresuraron a informar de sus sospechas al rey y le suplicaron que desenmascarara al traidor visitando la cámara misteriosa.
Movido por esa camarilla llena de odio y convencido de la fidelidad de su favorito, el rey aceptó su petición a fin de acallar aquellas malas lenguas. Ordenó que se echara abajo la puerta de la cámara y, seguido de sus cortesanos, penetró en la estancia. Cuál no sería su asombro al descubrir todo el mundo que la estancia se hallaba completamente vacía. En vez de encontrar en ella montones de riquezas resguardadas de la mirada de los curiosos, lo que los presentes vieron fue nada más que un viejo par de sandalias de cuero y un y un mísero traje todo apedazado. Intrigado, el rey hizo venir a Ayâz y le preguntó por qué guardaba tan celosamente aquellos viejos andrajos. Este último respondió con modestia:
- Fue vestido con estas ropas viejas cómo llegué a la corte y vengo a verlas todos los días para acordarme de todas las bondades que me habéis dispensando desde entonces.
Al ser joven, apuesto, inteligente y bueno, Ayâz era el favorito del rey. Este último gustaba de su compañía. Buscaba sus consejos y tenía una confianza absoluta en él. Para sellar su amistad, colmó a Ayâz de tantas mercedes que, gracias a dicha generosidad, éste se encontró en posesión de una pequeña fortuna.
Evidentemente su posición no dejó de exacerbar el odio y los celos de los demás cortesanos que no soñaban sino con su caída y trataban por todos los medios de desacreditarle delante del rey. Como Ayàz se encerraba todos los días en una pequeña cámara, donde se quedaba un buen rato, los cortesanos pensaron en haber por fin, la prueba de su doblez. Se imaginaron que guardaba allí el fruto se su rapiñas. Se apresuraron a informar de sus sospechas al rey y le suplicaron que desenmascarara al traidor visitando la cámara misteriosa.
Movido por esa camarilla llena de odio y convencido de la fidelidad de su favorito, el rey aceptó su petición a fin de acallar aquellas malas lenguas. Ordenó que se echara abajo la puerta de la cámara y, seguido de sus cortesanos, penetró en la estancia. Cuál no sería su asombro al descubrir todo el mundo que la estancia se hallaba completamente vacía. En vez de encontrar en ella montones de riquezas resguardadas de la mirada de los curiosos, lo que los presentes vieron fue nada más que un viejo par de sandalias de cuero y un y un mísero traje todo apedazado. Intrigado, el rey hizo venir a Ayâz y le preguntó por qué guardaba tan celosamente aquellos viejos andrajos. Este último respondió con modestia:
- Fue vestido con estas ropas viejas cómo llegué a la corte y vengo a verlas todos los días para acordarme de todas las bondades que me habéis dispensando desde entonces.
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